lunes, 24 de diciembre de 2018

Una Historia de Navidad.


UNA HISTORIA DE NAVIDAD
La luz más allá del tiempo

Por Maximilian de Zalce.

¿Qué es la Navidad?

A veces me pregunto, ¿qué hay detrás de las celebraciones?, ¿qué se esconde bajo los silenciosos muérdagos y las coloridas luces?, ¿qué nombre tiene el misterio de las cortesías, las cenas y los regalos?, ¿qué predispone a los buenos espíritus, los buenos deseos, las esperanzas y las nobles canciones que llegan a las alturas místicas de un amanecer incierto?, ¿a qué se debe que en estas fechas, donde los hogares son más cálidos y las miradas más conmovedoras, las calles sean más frías y las estrellas más obscuras? A través de mi camino, puedo contemplar a las personas que caminan poseídas por distintas fiebres, algunas por el temor, otras por la soberbia, y en veces, persisten las de corazones vacíos que desconocen cualquier propósito, buscando cualquier medio para que la más leve sensación satisfaga su putrefacta hambre.
¿Quién soy yo?, ¿cuál es mi nombre, en estos días? Muchas preguntas, y muchas respuestas. Supongo, en honor a los misterios del mundo, que sólo soy alguien más, una persona más entre la multitud, un mudo testigo de mi realidad, un caminante de historias, alguien que aprecia al mundo en silencio y con infinita atención. Así, me veo rodeado de los colores, las voces, los adornos, las risas, la comida y la fiesta, así avanzo en un torbellino de incertidumbre que me lleva al declive cuando llego a las tenebrosas esquinas de nuestra ciudad.
Al mirar a mi alrededor, más allá de las tiendas cerradas, las ventanas simples, los perros rabiosos, me veo presa de un silencio abominable, el cual me corroe, y me hace temeroso de lo que me podría encontrar. ¿En dónde había caído?, ¿qué sitio era aquel, donde la luz no llegaba?, ¿cuál era mi nombre, en esos momentos? Fue que, sin previo aviso, escuché cómo alguien salía de las lúgubres casas, llevando un diminuto árbol navideño a cuestas como si de una pobre víctima se tratara. No terminé de pensar eso último cuando aquel personaje bañó en alcohol aquel adorno, prendiéndole fuego por consiguiente. Un espectáculo terrible, cuyas fugaces llamaradas me permitieron concebir el rostro de un hombre decaído, molesto, cuyo odio y desdén se desbordaba en una mirada endurecida y mordaz. Y sin nada que decirme, volvió a adentrarse a sus aposentos, que al asomarme por su ventana luego de un rato, noté que se componían de un viejo sofá, un televisor pequeño, un refrigerador y unas cuantas cajas de cerveza. Nunca se me enseñó a juzgar, pero aquel hombre parecía infeliz.
Queriendo inyectarle algo del espíritu de la época, volví a mis acostumbrados rumbos, trayendo conmigo adornos, ponche, esferas, inclusive cantando uno que otro villancico, pero el sujeto al notar mis intenciones toda vez que estuve frente a su puerta, tomó todos mis adornos arrojándolos al suelo, insultándome de mil maneras posibles, concluyendo que me largara de ahí. Y así lo hice, al menos, hasta el año siguiente.
Volví a intentarlo con la misma persona, una y otra vez durante esas vísperas, sin resultado alguno, sin comprender finalmente de dónde venía aquel odio, de dónde venía toda esa rabia por la celebración. Ensimismado lo pensé durante mucho tiempo, hasta que al fin di con una idea, que aunque sonara arriesgada, quizá me permitiría saber por dónde empezar.
Así fue, que al año siguiente, sin previo aviso, abordé al mismo señor, quien sin darme permiso, lo saqué fuera de su casa, y al ponerlo frente a un micrófono, le pedí que me explicara las razones por las cuales odiaba la Navidad. Y él, queriendo deshacerse de mí, accedió, comenzando una extensa narración de su pobre infancia hasta un análisis exhaustivo de la hipocresía adulta. Cada detalle de su pasado me dejaba sin aliento, pues la energía y seguridad de su discurso eran suficientes para asombrar a cualquiera, y tan lo provocó en mí, que uno de los tantos desposeídos de la zona, logró escuchar las razones del sujeto a través de mi pequeño artefacto, uniéndose a la conversación.
Sin más, nos vimos caminando por la calle, señalando aquella tienda o aquella persona, criticando a detalle las razones el porqué de la fiesta era burda y cómo muchos se veían esclavizados por el negocio que suponía una celebración, en apariencia, tan inocente. Estando ahí, la gente nos miraba con fastidio, por encima del hombro, sin parar, presumiendo los buenos regalos que conseguían y los lugares que iban de vacaciones, aunque le restaba importancia al verme en medio de las acaloradas pláticas con esos fascinantes hombres. Y de sorpresa, más gente se unió a nuestro debate público de Navidad, uno citando a tal autor, otro narrando tal experiencia, muchos recordando a Dickens y algunos redescubriendo al Grinch, todos sin afán de ser expertos, sino de dejar en claro su punto de vista a la par de personas que tenían el mismo pensamiento. De dos pasaron a ser tres, y de esos pasaron a ser seis, y esos mismos se multiplicaron más y más hasta volvernos un auténtico desfile de personas solitarias y gruñonas. Aquello llamó la atención, en especial a mí, pues de lo que podría encontrar una solución plausible, se volvió una celebración magnifica, donde se encontró diversión al burlarse de un enemigo en común. Y ocurrió, pasado el tiempo, que las necesidades despertaran y los deseos crecieran, por lo que, de entre el tumulto apareció alguien que compartió la cena, alguien que dio el regalo, alguien que propuso el lugar y la música, y quienes dieron paso a los juegos y las cercanías. De pronto, nos volvimos una auténtica celebración ambulante, una enorme fiesta que sin lugar a dudas opacó la que año tras año nos había mantenido tan distraídos, tan indecisos, y sobre todo, tan infelices. Entre quienes conformábamos esa caravana, estaba el solitario, el gruñón, el crítico, el desposeído, el amargado, el temeroso y el triste, desde el anciano cuya familia había muerto hasta el niño cuyos padres siempre peleaban en esas fechas.
Sin saberlo, sin planearlo, había nacido en todos nosotros una nueva celebración, donde estaban los árboles, la cena, los regalos, los juegos y demás, pero sobre todo, ¡y lo más importante!, estaba la gente, conviviendo, sonriendo, y queriéndose como debía ser.
Hubo las despedidas, los buenos deseos, las promesas, y las vibras para esto volviera a suceder, porque así pasó año tras año, con los mismos, con muchos más, con los pocos y los algunos, pues siempre existieron en estas fechas los solitarios, los gruñones, los dudosos y los que siempre se preguntaban el significado de tales vísperas. Y hasta la fecha, me pregunto, ¿qué es la navidad? Pero la pregunta ya no me despierta interés, no lo ha hecho desde aquel segundo donde me fui a posar a esas otras calles, a esos otros sitios, donde el frío era más denso y la luz más débil. Ahí permanecí, hasta que la luz volvió a avivarse, porque cabe preguntarse aún, ¿qué fue lo que ocurrió en esos momentos?, ¿qué pasó ese día, entre tantos desconocidos, entre tantos debates, en los paseos por la plaza mayor, donde nos burlábamos de la Navidad?, esa es la verdadera pregunta, ¿cuál es el significado de todo ello? Porque lo que ocurrió ahí, fue algo glorioso, íntimo, mágico, como un llamado desesperado una noche inhóspita o una pastorela con un gran final, algo que siguió año tras año después de mi muerte, y la de mis hijos, y la de sus otros hijos e hijos, ¡algo interminable!, ¡algo único!, algo hermoso… ¿qué era aquello? Aquello…es algo que sigue vivo, y que depende de nosotros mantener con vida, algo que nos une y nos hace comprender las maravillas del vivir y del amor al prójimo.

Aquello que viví, y depende de ti, llevar contigo siempre…

La magia, el vivir, el amor…

La luz más allá del tiempo.