UNA HISTORIA DE NAVIDAD
La luz más
allá del tiempo
Por Maximilian de
Zalce.
¿Qué es la Navidad?
A veces me pregunto, ¿qué hay
detrás de las celebraciones?, ¿qué se esconde bajo los silenciosos muérdagos y
las coloridas luces?, ¿qué nombre tiene el misterio de las cortesías, las cenas
y los regalos?, ¿qué predispone a los buenos espíritus, los buenos deseos, las
esperanzas y las nobles canciones que llegan a las alturas místicas de un
amanecer incierto?, ¿a qué se debe que en estas fechas, donde los hogares son
más cálidos y las miradas más conmovedoras, las calles sean más frías y las estrellas
más obscuras? A través de mi camino, puedo contemplar a las personas que
caminan poseídas por distintas fiebres, algunas por el temor, otras por la
soberbia, y en veces, persisten las de corazones vacíos que desconocen
cualquier propósito, buscando cualquier medio para que la más leve sensación
satisfaga su putrefacta hambre.
¿Quién soy yo?, ¿cuál es mi
nombre, en estos días? Muchas preguntas, y muchas respuestas. Supongo, en honor
a los misterios del mundo, que sólo soy alguien más, una persona más entre la
multitud, un mudo testigo de mi realidad, un caminante de historias, alguien
que aprecia al mundo en silencio y con infinita atención. Así, me veo rodeado
de los colores, las voces, los adornos, las risas, la comida y la fiesta, así
avanzo en un torbellino de incertidumbre que me lleva al declive cuando llego a
las tenebrosas esquinas de nuestra ciudad.
Al mirar a mi alrededor, más
allá de las tiendas cerradas, las ventanas simples, los perros rabiosos, me veo
presa de un silencio abominable, el cual me corroe, y me hace temeroso de lo
que me podría encontrar. ¿En dónde había caído?, ¿qué sitio era aquel, donde la
luz no llegaba?, ¿cuál era mi nombre, en esos momentos? Fue que, sin previo
aviso, escuché cómo alguien salía de las lúgubres casas, llevando un diminuto
árbol navideño a cuestas como si de una pobre víctima se tratara. No terminé de
pensar eso último cuando aquel personaje bañó en alcohol aquel adorno,
prendiéndole fuego por consiguiente. Un espectáculo terrible, cuyas fugaces
llamaradas me permitieron concebir el rostro de un hombre decaído, molesto,
cuyo odio y desdén se desbordaba en una mirada endurecida y mordaz. Y sin nada
que decirme, volvió a adentrarse a sus aposentos, que al asomarme por su
ventana luego de un rato, noté que se componían de un viejo sofá, un televisor
pequeño, un refrigerador y unas cuantas cajas de cerveza. Nunca se me enseñó a
juzgar, pero aquel hombre parecía infeliz.
Queriendo inyectarle algo del
espíritu de la época, volví a mis acostumbrados rumbos, trayendo conmigo
adornos, ponche, esferas, inclusive cantando uno que otro villancico, pero el
sujeto al notar mis intenciones toda vez que estuve frente a su puerta, tomó
todos mis adornos arrojándolos al suelo, insultándome de mil maneras posibles,
concluyendo que me largara de ahí. Y así lo hice, al menos, hasta el año
siguiente.
Volví a intentarlo con la misma
persona, una y otra vez durante esas vísperas, sin resultado alguno, sin
comprender finalmente de dónde venía aquel odio, de dónde venía toda esa rabia
por la celebración. Ensimismado lo pensé durante mucho tiempo, hasta que al fin
di con una idea, que aunque sonara arriesgada, quizá me permitiría saber por
dónde empezar.
Así fue, que al año siguiente,
sin previo aviso, abordé al mismo señor, quien sin darme permiso, lo saqué
fuera de su casa, y al ponerlo frente a un micrófono, le pedí que me explicara
las razones por las cuales odiaba la Navidad. Y él, queriendo deshacerse de mí,
accedió, comenzando una extensa narración de su pobre infancia hasta un análisis
exhaustivo de la hipocresía adulta. Cada detalle de su pasado me dejaba sin
aliento, pues la energía y seguridad de su discurso eran suficientes para
asombrar a cualquiera, y tan lo provocó en mí, que uno de los tantos
desposeídos de la zona, logró escuchar las razones del sujeto a través de mi
pequeño artefacto, uniéndose a la conversación.
Sin más, nos vimos caminando por
la calle, señalando aquella tienda o aquella persona, criticando a detalle las
razones el porqué de la fiesta era burda y cómo muchos se veían esclavizados
por el negocio que suponía una celebración, en apariencia, tan inocente.
Estando ahí, la gente nos miraba con fastidio, por encima del hombro, sin
parar, presumiendo los buenos regalos que conseguían y los lugares que iban de
vacaciones, aunque le restaba importancia al verme en medio de las acaloradas
pláticas con esos fascinantes hombres. Y de sorpresa, más gente se unió a
nuestro debate público de Navidad, uno citando a tal autor, otro narrando tal
experiencia, muchos recordando a Dickens y algunos redescubriendo al Grinch,
todos sin afán de ser expertos, sino de dejar en claro su punto de vista a la
par de personas que tenían el mismo pensamiento. De dos pasaron a ser tres, y
de esos pasaron a ser seis, y esos mismos se multiplicaron más y más hasta
volvernos un auténtico desfile de personas solitarias y gruñonas. Aquello llamó
la atención, en especial a mí, pues de lo que podría encontrar una solución
plausible, se volvió una celebración magnifica, donde se encontró diversión al
burlarse de un enemigo en común. Y ocurrió, pasado el tiempo, que las
necesidades despertaran y los deseos crecieran, por lo que, de entre el tumulto
apareció alguien que compartió la cena, alguien que dio el regalo, alguien que
propuso el lugar y la música, y quienes dieron paso a los juegos y las
cercanías. De pronto, nos volvimos una auténtica celebración ambulante, una
enorme fiesta que sin lugar a dudas opacó la que año tras año nos había
mantenido tan distraídos, tan indecisos, y sobre todo, tan infelices. Entre
quienes conformábamos esa caravana, estaba el solitario, el gruñón, el crítico,
el desposeído, el amargado, el temeroso y el triste, desde el anciano cuya
familia había muerto hasta el niño cuyos padres siempre peleaban en esas
fechas.
Sin saberlo, sin planearlo,
había nacido en todos nosotros una nueva celebración, donde estaban los
árboles, la cena, los regalos, los juegos y demás, pero sobre todo, ¡y lo más
importante!, estaba la gente, conviviendo, sonriendo, y queriéndose como debía
ser.
Hubo las despedidas, los buenos deseos, las promesas, y las
vibras para esto volviera a suceder, porque así pasó año tras año, con los
mismos, con muchos más, con los pocos y los algunos, pues siempre existieron en
estas fechas los solitarios, los gruñones, los dudosos y los que siempre se
preguntaban el significado de tales vísperas. Y hasta la fecha, me pregunto,
¿qué es la navidad? Pero la pregunta ya no me despierta interés, no lo ha hecho
desde aquel segundo donde me fui a posar a esas otras calles, a esos otros
sitios, donde el frío era más denso y la luz más débil. Ahí permanecí, hasta
que la luz volvió a avivarse, porque cabe preguntarse aún, ¿qué fue lo que
ocurrió en esos momentos?, ¿qué pasó ese día, entre tantos desconocidos, entre
tantos debates, en los paseos por la plaza mayor, donde nos burlábamos de la
Navidad?, esa es la verdadera pregunta, ¿cuál es el significado de todo ello?
Porque lo que ocurrió ahí, fue algo glorioso, íntimo, mágico, como un llamado
desesperado una noche inhóspita o una pastorela con un gran final, algo que
siguió año tras año después de mi muerte, y la de mis hijos, y la de sus otros
hijos e hijos, ¡algo interminable!, ¡algo único!, algo hermoso… ¿qué era
aquello? Aquello…es algo que sigue vivo, y que depende de nosotros mantener con
vida, algo que nos une y nos hace comprender las maravillas del vivir y del
amor al prójimo.
Aquello que viví, y depende de ti, llevar contigo siempre…
La magia, el vivir, el amor…
La luz más allá del tiempo.